La guitarra de Carreón
Cuando tenía 14 años descubrí las bondades de la guitarra, estudiaba la Secundaria y era un jovenzuelo sin medio gramo de absolutamente nada que se pareciera a la maravilla o al talento de los bienllamados ‘virtuosos’.
A esa edad y con (prácticamente) todas las cartas en contra decidí que quería dedicarme a la música.
Creyendo que era una enfermedad que eventualmente y con el tiempo se me quitaría, uno de mis hermanos me llevó a la casa de la mamá de Juan Carreón, el único personaje que estaba en el raquítico acervo cultural de los conocidos por la familia, ¿Quién iba a decirme que iba yo a estar frente al más grande de los cantaescritores que ha dado Querétaro?
Para mala suerte mía y buena de él, Carreón andaba en España (y de gira con Joaquín Sabina), por lo que a su mamá se le hizo buena idea obsequiarme un cassette (Sí, un cassette) suyo titulado A la intemperie, mismo que repetí hasta el hartazgo de mi pequeño Walkman Sony heredado por mi hermano mayor.
“Hoy te vi pasar con tu mamá y Camila, algo se me quebró y el corazón se me escurrió por la camisa”.
“No te tengo y tanto estás conmigo, yo no sé nunca nada, solo soy un grillo”.
“Un cigarro y el tequila a medio grito, la garganta muy cascada de vagar por esquinas y bares, con el deseo maldito de quien siente de más”.
No sabía bien qué, solamente sabía que había algo en esas frases que me tenía absorto y magnetizado (adelantándome en el tiempo: en ellas había pólvora y flores).
Cuando Carreón volvió de España, fuimos a su departamento (sobre la calle de Arteaga, entre Juárez y Guerrero).
—¿Y tú qué quieres?
—Hacer canciones.
—¿Lees?
—Nomás lo que tenga dibujos.
—¿Tocas la guitarra?
—Un poquito.
—¿Cantas?
—Pues, más o menos.
Después de esa breve conversación acordamos en que yo estaría ahí dos veces por semana después de salir de clases. Estaba emocionado: ¡Iba a aprender a escribir canciones! ¡Iba a ser un TROVADOR! (en aquellos años, esa palabra formaba parte del vocabulario coloquial de mi generación y se pronunciaba con más ligereza que compromiso).
El siguiente lunes llegué puntual a la cita, con el pelo engominado y la primera guitarra electroacústica que tuve nunca (de una marca china, con cuerdas de acero, caja de fibra de vidrio y un acabado sunburst bastante bonito). Carreón venía de regreso de la tiendita. Traía una cajetilla de cigarros en la mano, jeans, una camisa negra y unas botas descoloridas. Me vio en la puerta y sin decir nada, abrió, se metió y me dijo desde adentro “vienes ¿O qué?”. Entré. Entramos.
Unas pequeñas escaleras que estaban al fondo del pasillo, mismas que hacían una pequeña U y subían al segundo piso nos daban la bienvenida. Al departamento se entraba por la cocina, le seguía la sala y la habitación con baño y balcón hacia los tejados del Centro Histórico.
Carreón sacó una pila de libros de poesía que puso al lado mío. —Por ahora déjate de lado la guitarra y concéntrate en esto. Si no lees no vas a poder escribir — me dijo después de encender un cigarro y asomarse por el balcón hacia la calle.
La cosa iba más o menos así: yo leía todo lo que podía y Carreón venía de vez en vez a preguntarme de qué trataba lo que estaba leyendo o qué había entendido yo de determinado poema. Si mi respuesta no le satisfacía (porque algo que Carreón tiene impecablemente calibrado es la memoria para todo lo literario) me plantaba un palazo en la espalda con un palo de escoba que, milagrosamente, siempre aparecía y se ponía a la mano aunque nunca estuviera a la vista.
Se puede decir (en toda la extensión de la palabra) que el amor a la poesía me entró a palazos.
Sin darnos cuenta (ni él ni yo) pasé de ir dos veces por semana a estar ahí toda la semana. Ya era parte del mobiliario de aquel mítico lugar que siempre estaba lleno de gente, de música, de risas, de humo de tabaco y de toda clase de bebidas embriagantes que no siempre se bebían sino que nomás adornaban los pequeños espacios que los atascados libreros permitían.
Un miércoles, Carreón me llevó a un recóndito lugar que se llamaba El Portón de Santiago donde el entonces gerente (el queridísimo Samuel de la Torre), nos dio la bienvenida. Esa tarde comimos ahí, Carreón y Samuel hablaron de cosas que no recuerdo pero que algo tenían que ver con el trabajo y la cantada.
La música en vivo era los viernes y sábados; pero ese día llegaron algunos distraídos buscando juerga de media semana.
Emulando la escoba castigadora del departamento, de la nada apareció una guitarra y la petición de Samuel a Monsieur Carreón —échate unas canciones para la gente, chaparrito—. Ni lento ni perezoso y con la habilidad de un gato callejero, Carreón estaba en el escenario con la guitarra en mano y el equipo de audio encendido. Se hicieron las canciones.
Justamente a la mitad del espectáculo, Carreón anunció al micrófono que tenía un invitado especial esa noche (yo esperaba que fuera algún otro de los artistas anunciados en el cartel que colgaba afuera: Miguel Inzunza, Antonio Medina o Daniel Sotto); pero ¡Era yo!
Resumiré diciendo que cuando me subí al escenario, todo lo que pudo salir mal, efectivamente salió mal. Y fue así que, delante de tres mesas y seis personas, tuve mi primero y más abrumador pánico escénico en la historia a la par del fracaso más estrepitoso nunca visto por un artista en pleno desarrollo.
Los años pasaron y los caminos nos llevaron a cada uno por latitudes distintas. Yo me fui a Guadalajara a buscarme la vida y a cimentar lo que iba a ser mi oficio como escritor de canciones, Carreón anduvo por Ciudad Juárez creando talleres para rescatar a jóvenes sobrevivientes de La Guerra contra el Narco.
Muchos años tuvieron que pasar para que, entre la suerte y la puntualidad, pudiéramos coincidir en una celebración de uno de mis cumpleaños —35 cumplí entonces— en el que hubo carne asada, cervezas, tequila, tabaco, una botella de tequila que llegó tarde y al poco rato, una guitarra electroacústica de un sonido impecable.
Se armó la bohemia (hacía mucho que Carreón no escuchaba lo que me salía de la garganta y del bolígrafo). No sé si lo imaginé o si sucedió; pero recuerdo mirarlo empuñar una sonrisa y un leve brillo en los ojos —algo quizás muy parecido a cierto tipo de orgullo— y el pecho, por un ratito, se me convirtió en pavo real.
Al poco rato y a punto de marcharse, cuando le devolví la guitarra, la tomó por el mástil y me la regresó como quien entrega a un ser amado al cuidado de alguien —Es tuya, feliz cumpleaños— dijo.
Me dio un beso y un abrazo, salió y, sin decir más nada cerró la puerta y se fue.
Años antes, me había cambiado la vida cuando me enseñó que “todo cabe dentro del estuche de la guitarra”. Ese día lo reafirmó con un regalo insuperable.
Gracias Juan.
